jueves, 29 de marzo de 2007

El Papi





El abuelito Rigoberto a quien siempre llamamos Papi porque Martha Agripina (mi mamá) así siempre lo llamó, era un hombre de negocios. Me lo imagino que como tal: práctico, y no se andaba con rodeos.


Sin embargo cuando se enamoró, todo el pragmatismo se le hizo trizas y estuvo escribiendo cartas de amor incansablemente hasta que la joven novia lo aceptó como marido.

Hace unos días Martha Agripina sacó de las gavetas del olvido una carta que el abuelo Rigoberto, asediado por las fiebres del amor, le escribió a Anita en las
horas de soledad, cuando solamente pensaba en el momento que tendría libre para ir a verla. El papel deshecho se ha tornado amarillo y sus bordes zozobran carcomidos por el tiempo. Ha sido doblada tantas veces que ha terminado por romperse, así que el haberla copiado representó una tarea de cirugía mayor.

En esta carta Rigoberto usa un lenguaje coloquial, pero correcto y hasta literario. Sin lugar a dudas muestra al hombre enamorado, a un galán de porte y convicción, alguien quien asume los preceptos sociales con gusto y hace lo posible por proteger a la dama de sus suspiros.
He aquí el texto:


“Mi bien querida Anita: con el mismo gusto de siempre firmo ésta para saludarte muy afectuosamente en unión con tu apreciable familia ¿cómo te ha ido?
“Mi muchachita, como te dije el domingo -que tuve el gusto de verte- puedes dejar el correo lo más pronto posible, pues es lo que menos me gusta: que trabajes y tengas molestias. Para eso estoy trabajando sin cesar a fin de que mi muchachita disfrute y pueda gozar. No importa que el juego de la fortuna sea adverso si en cambio soy dichoso trabajando con éxito y con la esperanza de ver algún día satisfechas nuestras aspiraciones.
“Ya que el domingo no se pudo efectuar el paseo por Mochicahui a ver si en esta próxima semana lo verificamos.
"Mi mamá te saluda cariñosamente y dice que veamos la manera de que dejemos terminado lo más pronto posible nuestro –tantas veces- mencionado asunto, pues se mortifica mucho porque ando por el camino.
En cuanto por hoy, puedo decirte que te amo con el alma.
"Tu Rigoberto. 01/26/26”

El abuelo Rigoberto era de Mochicachui, un pueblo asediado por el fragor del comercio, las recuas que cagaban en las calles y los bandidos que se hacían pasar por revolucionarios cuando los héroes ya habían dejado las armas.
A sólo unos kilómetros de Mochicahui, rumbo al norte, Charay era un pueblo que yacía en el abandono, donde nadie paraba, excepto Rigoberto, quien no encontraba descanso sin llegar a Charay a ver a su muchachita. Este pueblo, pobre e insignificante, cobró un valor incomensurable cuando Rigoberto quedó asombrado por la belleza de una joven huérfana.

Rigoberto viajaba a Charay en su carro para ver a a su novia, quien gustosa se subía, acompañada por sus amigas chaperonas. Dichoso, recorría los caminos polvorientos que conectan los dos pueblos.
No había impedimento para ir a Charay, y menos en el flamante Ford que tuvo que haber sido un artefacto de lujo en un pueblo donde las calles eran solamente para el ganado.

Una vez Rigoberto tuvo que esconder su carro en un cañaveral cuando escuchó un grito pelado: "allí vienen", avisando que los revolucionarios estaban por entrar al pueblo. Todo podía suceder en ese tiempo, menos que se llevaran el carro en que paseaba a la novia.

Ana fue huérfana y vivió en una familia desintegrada por la Revolución. Su madre adoptiva, Josefa Chinchilla viuda de Ibarra -conocida como Chepita- vivía de una magra pensión que el gobierno le daba después de haber muerto el esposo. Así que fueron muchos los momentos de urgencia. Chepita tuvo que mantener a su hija, Lupita y a la pequeña huérfana, Anita.

Las tres mujeres vivieron en Charay, un pueblo sometido a los vendavales de septiembre y a los calores soporíferos de agosto. Los parroquianos cocinaban chicharrones de puerco en grandes ollas apostadas en el patio de las casas. Las mañanas eran plácidas y los días comenzaban al primer estallido de gallos.

Tan pronto como las dos niñas crecieron tuvieron que combinar las arduas labores del hogar con algún trabajo. Lupita se puso a coser y coser hasta que vistió a todo el pueblo con las mismas modas y sus manos quedaron hechas un garfio, masacradas por las reumas.
Anita, por su lado, se dedicó a repartir las cartas que traía el correo.

Rigoberto, derrotado por sus sentimientos, puso en práctica sus talentos de escritor cuando se dio cuenta que las cartas, sin faltar, llegarían a las manos de Anita.
Rigoberto y Anita se casaron un 19 de marzo de 1926, ella a los 15 años y él a los 35. Los recién casados se instalaron en Los Mochis.


El fogoso amor de Rigoberto y la sana juventud de Anita dieron inicio a una nueva tribu. El primer hijo de la pareja, Rigoberto murió a los dos años y medio.
Después nacieron Lázaro, Martha, Manuel, Ana, Magdalena y Rigoberto.
A Martha Agripina, la tercera de siete hijos, y a Lázaro les tocó nacer en el campo 5, lo que es ahora el ejido Plan de Ayala.

Cuando los hijos se hicieron adultos se casaron, excepto Manuel que ingresó al seminario y se hizo sacerdote, y Magdalena que se conservó soltera y vivió dedicada al cuidado de su madre.

Rigoberto López le cumplió a su novia: trabajó tanto que compró un terreno cerca de la fábrica, por las calles Tercera y Tamaulipas, lo que es ahora Guerrero y Juárez.
El mundo de las noticias siempre le fue fascinante a Rigoberto, de tal forma que cuando abrió su tienda decidió ponerle el nombre de su periódico favorito: La Voz del Pueblo.

A La voz del pueblo acudían los trabajadores de la United Sugar company -el ingenio azucarero- a comprar fósforos, pan fresco, velas, leche, galletas, cigarros y latería.

Otro miembro de la familia, muy apreciado por todos, era Mamá Vaquita, una vaca que ordeñaba el muchacho Lázaro para que su hermanitos tuvieran leche todos los días. La vaca estaba tan consentida que se comía el maíz puesto a la venta en cajones de madera. Mamá Vaquita se alimentaba placidamente a la vista de los dueños y los clientes.

Nunca faltaron los frijoles ni las tortillas, pero un plato muy apreciado era la gallina pinta, una mezcla de frijoles con granos de nixtamal.
Cuando estaba de buenas Anita horneaba galletas en forma de estrellas y lunas.

Además de la cocina, una de sus faenas diarias de Anita era barrer la banqueta. Cuando lo hacía sus niños jugaban juntando las cañas de azúcar que se desprendían de las carretas que transportaban las cosechas de los cañaverales al ingenio azucarero.

Los niños retozaban y corrían detrás de los maderos crujientes de las carretas gritando: “deme una caña”. Se pasaban las tardes chupando el jugo azucarado y terminaban con bigotes de mugre y chipotes de tierra.

Una vez, Anita barría la banqueta de su casa. Se afanaba al igual que el marido por tener a la familia satisfecha. La hija menor, todavía una bebé, Magdalena sentada en la carriola, inquieta y malhumorada en ese momento, movía su cabeza y gimoteaba, cómo seguir barriendo si la niña, inconsolable, está llorando. En un acto desesperado, la madre se saca la argolla de matrimonio del dedo. La bebé deja de llorar sorprendida al ver ante sus ojos un objeto nuevo, lo toma, agita sus brazos y ejecuta un tiro profesional. La argolla asciende en el aire y cae entre los densos matorrales que cercan el terreno.


Ana pasó días buscando su argolla de matrimonio, con la vista fija en el suelo al barrer, dónde estará se preguntaba, pero todo fue inútil, la joya de matrimonio se había perdido.
Pasaron 25 años y Ana con la escoba en las manos, barriendo la banqueta. Un día común, pero providencial, encontró la argolla refulgiendo entre el tizne y las hojas de los árboles.

Martha Agripina comenta esta historia. Con un aire de optimismo recuerda las cualidades del Papi, era trabajador y tenía un Ford, dice, así fue: un buen partido.





1 comentario:

ghdamm1 dijo...

ES BUENO SABER SOBRE ESTAS HISTORIAS, ES ADMIRABLE EL RESPETO CON QUE SE TRATABAN, TE FELICITO TE ENCARGO ME SIGAS ENVIANDO TUS BLOGS.
YA VISTE QUE EL DIA DE HOY TE FUSILARON EL REPORTAJE DEL AEROPUERTO SALIO EL DIA DE HOY EN EL DEBATE. EN FIN
SALUDOS