martes, 3 de abril de 2007

ANA QUINTERO FIGUEROA.


Charay era un pueblo de vendavales, calles terregosas y patios protegidos por frondas bondadosas. A Charay se llegaba vadeando los caminos, pasando charcos y brincando piedras. Para Chepita y sus dos hijas la vida era dura, pero las tres mujeres la asumían con gusto y optimismo.
Uno de esos días Damiana Fierro llegó al pueblo. La joven maestra había sido enviada por el gobierno para atender a los niños de la escuela local. La nueva maestra se instaló en la casa de Chepita, la viuda que vio en el hospedaje una forma de incrementar su ingreso familiar.
A Damiana la vida le cambió desde el primer minuto de habitar en esa casa. Cuando el tiempo pasó se había ganado el cariño de la pequeña familia.

Los vínculos de las cuatro mujeres eran tan fuertes, que cuando Ana se casó y dejó Charay para vivir en Los Mochis, Chepita, Damiana y Lupita decidieron hacer lo mismo.
Ana comenzó una vida nueva con su marido Rigoberto.

Lupita -quien continuó cosiendo trajes de sastre- se mudó con Damianita, quien fue su compañera hasta que la muerte se interpuso.

La parentela de los López y los Quintero se instaló en las calles aledañas al templo, de tal manera que vivían cerca y se frecuentaban.
Chepita se había quedado sola después de que sus hijas formaron sus propios hogares. Ana vivía en la Tamaulipas; Lupita y Damianita, juntas, al final del callejón.
Ya de anciana, Chepita todavía cocinaba y llevaba sus guisos a las casas de sus hijas. Caminaba sin conceder tregua, con los brazos tensos, cargado platos cubiertos con tapaderas de peltre para protegerlos del tizne del ingenio. Visitaba a Ana con frecuencia y asistía a los convivios familiares, de tal suerte que a los 90 años, durante las fiestas del 25 y 26 de julio bailaba con una vitalidad sorprendente.
Chepita, una anciana con corazón espléndido murió maravillada de ver la numerosa plebe que le llamaba tía, los descendientes de la muchacha huérfana que decidió cuidar como a una hija.

Bajando por la vereda del camino está Pochotal, un rancho donde las mujeres cocinan a fuego de leña y los hombres matan puercos a sangre fría para vender chicharrones.
Pochotal con sus panelas y pan fresco; con sus huevos de rancho y leche recién ordeñada era un mercado para las familias de los pueblos circunvecinos.
Quizás haya sido verdad que Chepita suspiraba por el marido ausente, muerto en la Revolución. No lo sabemos. Lo que sí era cierto que sus suspiros eran provocados por las sabrosas panelas de Pochotal, "Mi Chepita quiere panelas frescas", dijo una vez la joven Ana, y como podía se las agenciaba para ir a comprarlas.


A Anita se le quedó la costumbre de hacer sus compras en Pochotal y cuando se fue con el marido a vivir a Los Mochis, seguía siéndole fiel a los mercaderes de la ranchería, quienes ya la trataban con familiaridad y le tenían afecto, “allí viene la comá”, decían.
Comprar las delicias frescas del rancho se había convertido en uno de los placeres de fin de semana para la familia.


Una vez, cuenta Martha Agripina, Ana y Rigoberto se trajeron un puerco al que engordaron para matarlo un 25 de julio, fecha en que el marido de Anita cumplía año.

El festejo se prolongaba porque el puerco tenía buenas lonjas y porque al otro día la familia –como todos los años en el día de Santa Ana- se comía tamales.

En la casa la comida era sencilla pero abundante y variada: la sopa López, compuesta de papa, panela fresca y tortilla.
De todas las clases de frijol, Ana prefería el azufrado de la cosecha de La Higuera de Zaragoza.

En las tardes de calor hacía refresco de naranjitas, con los frutos del árbol del patio.
Al atole de maicena le ponía canela y hojas de naranjo. Cuando hacía jamoncillo procuraba que la leche estuviera fresca. Le ponía una buena cantidad de azúcar y todo hervía hasta que se condensaba.
Una comida que hasta la fecha está en nuestra mesa es el frijol de la olla, arroz y panela fresca. Con tortillas, obviamente.
Ana hacía tortillitas con tomate y cebolla, y las servía para desayunar.
El colache se hace con calabazas cortadas en cuadritos y guisadas con cebolla y queso.
El platillo de siempre fueron las entomatadas, hechas solamente con tomate y queso.
En las tardes de candentes veranos la casa se refrescaba con el aliento de los árboles de naranjitas, higos y guayabas. Había también uvas y ciruelas. De este huerto salían los frutos para el guayabate y otros dulces.
Cada vez que alguno de sus hijos cumplía años, Anita horneaba un pastel y lo decoraba. También procuraba pasar desapercibida cuando ponía los regalos a los pies de la cama en las noches de Navidad.
Llevaba a los niños a misa en las mañanas de cada domingo para luego pasar por el mercado y comprarles churros y ponches calientes. En aquel tiempo El sagrado corazón era la única iglesia en la ciudad.
Ana fue una ferviente católica. Le rezó a cada uno de los habitantes del cielo. Estuvo acompañada de las imágenes celestiales: estatuillas de cerámica sobre el buró, cuadros al óleo en las paredes, velas y escapularios sobre las cómodas, crucifijos, biblias y santorales. Era devota de la virgen del Carmen, dice Martha Agripina, y hacía que sus hijos dieran gracias a Dios antes de comer: “gracias señor por el pan que nos das sin merecer, haz que sea provecho para nuestro cuerpo y nuestra alma”. También antes de dormir: “Angel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”.

Doña Anita vivió entregada al trabajo que el exigía su vida familiar. La única diversión que tuvo en lo personal fue el jugar lotería con sus amigas. Así que las jugadoras se sentaban bajo las frondas de los árboles y se pasaban la tarde gritando “¡chorro!”.
Las mesas donde las jugadoras ponían las cartas eran tablas ligeras de triplay, apoyadas por burros de madera.

A la joven Ana le gustaba declamar y ejercía sus dones histriónicos con entusiasmo. Solía complacer a su público vistiéndose de negro, en señal de duelo por la pérdida de sus padres, cuando declamaba el poema La huérfana. “Era una recitación muy larga, -dice Martha Agripina- pero se la sabía toda”.

En la casa de la familia de los López había un perro que se llamaba Negro. El animal jugó con los niños y cuidó la casa como un buen guardián. Vivió feliz todos los años de su vida, hasta que la vejez le quitó ladrido y murió.
La ya numerosa familia de Anita se acrecentó cuando la desamparada Manuela Verdugo se pasó a vivir a la casa de los López.
Vivir con los López era natural para Manuela, una niña con retraso mental que había sido criada por los padres de Rigoberto, los suegros de Ana.


A Manuela nunca se le conoció un desaire o una grosería. Su retraso mental le hacía estar siempre contenta. Veía el mundo con la candidez de un niño, de tal forma que se convirtió en una amorosa nana para los hijos de Anita.
La joven nana de los niños vivió feliz en su nuevo hogar, hasta que los hijos de Ana y Rigoberto crecieron y dejaron de necesitarla. Entonces, las hermanas de Rigoberto, Chanita y Sofía la acogieron en su casa, pues la venían como parte de la familia.


El tiempo pasó y los únicos hermanos que Manuela conoció se fueron muriendo. Aún recuerdo a Manuela, con medias a la rodilla, sus vestidos austeros de manga larga, cubriendo unas cicatrices, rastros de una infancia marcada por la soledad y el abandono.
Cuando sus hermanos –Rigoberto, Chanita y Sofía- murieron –incluyendo a la generosa Anita- Manuela se quedó sola. Murió recluida en un asilo de ancianos, a los ochenta y tantos años. Ninguno de los niños a quien amorosamente cuidó la asistió en sus últimos años de vida.
Manuela y el guardián Negro tuvieron algo en común: vivieron felices tomando el único regalo que la vida les había dado: la niñez de los López.

Anita Quintero de López murió a los 84 años, derrotada por las enfermedades, después de haber estado postrada, por muchos años, en sillones reclinables debido a su mala circulación.

No hay comentarios: