viernes, 23 de mayo de 2008

El árbol de mangos




La prima Any Calderón recibió los últimos mangos de
la abuelita.
Esta foto está dedicada: "para mi querido tío Manuel", con fecha 1-17-63, encontrada hace dos días en la habitación que solía ser del tío sacerdote en una esquina polvorienta y olvidada.













Viernes 23 de mayo, 08.- No sé si fue el deseo de quebrantar la ley de la rutina, el caso es que salté de la cama a las tres de la mañana.


En la modorra del sueño caminé a la cocina encendiendo luces, luego de abrir el refrigerador extendí el brazo para alcanzar una botellita de yogur que esperaba al fondo.


Lo salado de las galletitas de soda -estimé- acompañarían muy bien al dulce.


Luego me sentí con las energías de preparar café a sabiendas que no podría dormir. Pero después regresé a la cama con la taza en la mano y sin contratiempos, poniendo la taza junto al lecho, me entregué a un sueño polar de osos y focas.
Al despertar a las seis de la mañana escuché la impetuosa marcha del ventilador que solía ser de la abuela Ana y eso me hizo regresar a la conciencia.


Por la ventana las plantas del porche tenían un vigor fresco y emanaban los aromas de la mañana. Todavía con el sabor del café en la boca asentí ante los primeros días de verano y me consideré afortunada de ser heredera -de facto y sin inteción- de estos pétalos, de las matas, las copas de un trinchador antiguo, las vírgenes y los rosarios; de todo el ambiente que va desapareciendo poco a poco junto con el espíritu de la abuela.
Desde ahora los bochornos del climaterio se confundirán con los calores del verano. Además habrá que tener en cuenta que el ejercicio también provoca sudoración, así que nunca sabré si los chispazos de fuego son un verano reglamentario, o los del ajetreo del gimnasio, o aquellos que anuncian mi vejez. Creo que hay una mezcla de todo esto, finalmente.
El árbol ha desprendido sus frutos en el patio. Sin embargo, al primer vistazo los mangos parecen haber sido sembrados y se ofrecen como tiernos tubérculos verdes sobre el terreno, cubriendo la circunferencia de las frondas. Algunos son demasiado chicos, demasiado tiernos para precipitarse -como es natural-, pero esta dotación de frutos no es de extrañar si consideramos la brusca sacudida de los tallos y las ramas frente una ventisca que azotó sin tregua todo el día de ayer.
El árbol de mango está situado al fondo del patio y representa el único vestigio de una masacre de muros, pisos, techos, roedores, bichos y gatos. La hermana Carmen contrató a una compañía especializada que demolió la casita deshabitada de ladrillo, una de las tantas que el abuelito Rigoberto construyó -en sus años de juventud y trabajo- en un área de casi media manzana que fue de su propiedad.
El proceso de demolición abarcó el techo y el piso de lo que fue una cochera donde la tía guardaba una guayina que llevaba años sin uso. El lugar era un galerón habitado por los gatos que la tía amaba.
Diversas y bien pobladas colonias de insectos y roedores habrán morado -entre escombros y mugre- en el interior de esta casa abandonada durante años.
Un juego de tuberías y lavaderos ocupaban la esquina del fondo, en una juntura de muros cubierta por un techo de zinc y cartón, y apenas hace unos meses nos acogía para limpiar trapeadores, tender ropa; y constituía, además, una zona de recreación para los gatos de la tía.
Carmen decidió que transformaría este lugar en un estacionamiento para Marrox. Y lo hizo.
Cuando el trabajo estuvo concluido, lo único que quedó fue el área de tenderos y el árbol de mango sembrado junto al muro que divide el terreno. Y es este sobreviviente y su fecundidad lo que me ha sorprendido esta mañana después de haberme lanzado a una cosecha que llenó tres vasijas.
A la hora del desayuno, cuando Agripina vio la mesa repleta, recordó a su madre, quien gustosa, en otros años- le ofreció los mangos del mismo árbol a su nieta Anis, advirtiéndole: “Estos son los últimos” refiriéndose a la temporada. Eso fue en julio, dijo Agripina-: Ese mismo mes la Mami murió.

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