
Parte I
Cuando éramos niños veníamos a visitar a la abuelita a esta casa. Mis hermanos y yo vivíamos en la calle Cuauhtémoc, un arrabal de la periferia cuyas calles se hacían lodo cuando llovía.
Nuestro barrio estaba habitado por mecánicos que usaban sus porches como taller y tenían en exhibición carros con el cofre abierto, cigüeñales que lucían como tripas chorreando sus babas de aceite y estopas grasientas aposentadas en el suelo como gallinas ponedoras.
Costureras, electricistas, pilotos, comerciantes, rancheros, taxistas, entre otros, barrían el frente de sus modestas casas en el mismo rumbo.
Después de la misa dominical pasábamos a visitar a los abuelos. Recuerdo haber tenido un verdadero respeto por la abuelita Ana. En sus días de buen humor preparaba galletitas en forma de estrellas. Servía regios manjares de recetas caseras: colache, gallina pinta, frijoles yurimuni con panela fresca y tortillas recién hechas con nata.
Cuando llegábamos, acostumbrados al salvajismo doméstico, caíamos en vuelo de águila sobre el refrigerador y, esquivando las reprimendas de la abuela, lográbamos saquearlo, de tal manera que arrasábamos con los gansitos Marinela que ella guardaba con celo para la tía Nony.
Recuerdo haber profesado por la abuelita Ana un cariño tímido, ya que ella parecía poner sus distancias y establecer sus preferencias con sus nietos. Pero eso no me impidió para esmerarme en los encargos, ser comedida con los servicios, ve a comprar tortillas, lleva estas fundas para la recámara, tráeme la toalla del baño y demás. Todavía a mis 48 años –después de viajes ultramarinos- continúo con el mismo espíritu de servicio en la misma casa.
La abuelita tenía las uñas largas, marcadas con los finos surcos del tiempo. Recuerdo su porte señorial: los pequeños zapatos de tacón cuadrado, los vestidos de tela moteada con encajes en el cuello, el pelo con rizos de permanente, sus ojos ratoniles, boca chiquita y sus ademanes gráciles.
La personalidad generosa de la abuelita Ana llegó a cautivar a una buena legión de parientes y amigos; y su vocación de madre le mereció de vieja un culto que los hijos solían mostrar con abnegación: la Mami era el centro y atención de este hogar hasta el último respiro.
Continuará….
Continuará….
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1 comentario:
Me gustó.... falto comentar si con esas uñitas... daba pellizcos de pulgita de esos que no lastiman pero como duelen.... sobre todo cuando consideraba que se portaban mal.... jajajaja
Saludos Ave.
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