


He cambiado mi lugar de "juego" -así le he llamado al trabajo-. Puse mi escritorio en la sala de la casa -que a veces me parece un museo- y cada vez que me doy vuelta sobre la silla giratoria me encuentro la cara del abuelo metida en un marco de madera sobre la pared.
Rigoberto López, de 35 el día de su matrimonio, hombre tenaz que logró ser correspondido por una joven de 15 años, mediante sus cartas de amor, su Ford antiguo, los sombreros de paja trenzada, y el aire de hombre de mundo que le daban los cigarros que solía enrollar. Recuerdo su figura alta traspasando las rejas frontales de la casa cuando nos recibía. Siempre risueño y callado.
Todas estas cosas sé de él. También sé que compró casi media manzana en este barrio -que ahora forma parte del centro de la ciudad-y construyó casitas pequeñas que después puso en renta, gracias al trabajo en La Popular.
Así pues, cuando los hijos se casaron los abuelos se fueron despojando de sus casas y terrenos.
El tío Lázaro derrumbó las casas viejas y construyó la suya de dos pisos.
Beto –ahora muerto- hizo uso de la esquina, donde estaba la tienda, pero nunca vivió allí, pues se ofrecía más bien para local comercial.
De las tres hijas, Magdalena –llamada Nony- decidió evitar las aventuras y desventuras del matrimonio y decidió quedarse en casa acompañando a su madre.
Cuando sus padres murieron la tía se permaneció aquí, entre santos, escapularios y retratos del Papa. Sus dos hermanas habían fincado sus familias. Sus hermanos estaban siempre trabajando y ella, desolada por la falta de la madre por quien tenía un afecto especial, cerró las puertas y se dispuso a morir.
Doña Anita (la abuela) en ese entonces vivía con la hija soltera y el hijo hecho sacerdote, con quien formó una mancuerna en la atención que brindaban a sus amistades.
No recuerdo qué pasó primero: si el tío se mudó, o si murió la abuela. Pero si puedo asegurar que esta casa, tras años de una intensa vida social y haber sido una parada de rigor para los miembro de una familia numerosa, se convirtió en el claustro de una mujer soltera a quien no se le conoció ningún amor, más que el que le profesó de manera indiscutible a su madre.
Con el tiempo y el aislamiento la tía perdió a la mayoría de sus amistades y empezó a entrar por la puerta de la vejez de una manera rápida.
Tras la muerte de su madre, su hermano Manuel se mudó a una casa nueva, construida en el terreno familiar, a unos cuantros metros, en la misma calle.
Ella, la tía Nony, permaneció aquí, confiando en que la camada de gatos que maullaba al borde de su cama y sus oraciones sacramentales la confortarían en sus ratos de soledad.
Este encierro voluntario le valieron a la tía una lluvia de agrias críticas por parte de los parientes desairados, “no quiere ver a nadie, vive enclaustrada”, dijeron.
Continuará...
2 comentarios:
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Gracias por enviar los post a mi correo. Los he leido todos, así como crínicas de familia.
Desde que te conozco, ando por estos rumbos, si no comento es por... no tiene sentido decirlo.
Olvide manifestar mi agradecimiento por lo del paraiso playero jejeje, gracias Ave, pero yo sólo deseo tu amistad.
Aquí estaré. Gracias.
Mafalda
¡Ah! olvidaba decirte que se miran bien tus blogs, el diseño es padre, pero lo que escribes es muchísimo mejor.
Gracias, Mafis, me da mucho gusto que estés de vuelta en la comunidad blooguera.
Besos
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