Hoy es el último mes del año y me atrevo a hacer un recuento de los eventos que lo han marcado. Comenzaremos por una alergia que me ha mantenido la nariz prendida como una llave que no cesa de manar fluidos. Las causas: podrían ser muchas. Mis conclusiones aterrizan en la idea de que la familia puede ser un detonador de enfermedades y paradójicamente es en casa donde la madre, las hermanas y los sobrinos pretenden demostrar sus benevolencias brindando un vaso con agua, o consiguiendo tal o cual medicina. Y es en casa donde una termina muriéndose.
Este año experimenté de nuevo el vacío que deja alguien cuando se muere. La tía Lupita, cuñada de Agripina, mi madre, ocupaba la casa de junto y había sido un soporte para mi madre y la tía Nony -cuando estuvo en vida-.
La tía Lupita fue simpática y bonachona. Fue una excelente vecina pues ésta y su casa han estado juntas desde que tengo razón y era costumbre verla descansando en la mecedora del porche. Le gustaba la comida, los chistes subidos de tono y algunas veces la vi bailar. Entendí en ella la fortaleza cuando supe que padecía, en silencio, una enfermedad cardiaca que la mantuvo en el borde de la muerte. Sin embargo, no fue la diástole la que la mató, sino un cáncer que se la comió por dentro. Ella, conocedora de los asuntos de la muerte, no preguntó las minucias de su enfermedad, no quiso saber. Sólo se acostó y empezó a recordar a su marido Lázaro con quien había tenido un noviazgo de flechazos derretidos en besos y un matrimonio de fuegos ardientes. Empezó a ver también a Carmen Teresa, Raúl y a Lupita, sus tres hijos ya fallecidos. Entró en estado de gracia, esbozó un suspiro y se murió.
Durante los doce meses de este año una que otra vez he reflexionado sobre los muros generacionales que se derrumban. En la década de los cuarenta se llega a tener una amplia visión de la vida y sus viscisitudes, de tal manera que los sobrinos comprenden a los tíos y los hijos a los padres. Todos los misterios y los pecados capitales que creíamos ver de niños en los adultos están esclarecidos y perdonados. En ese momento la rueda de la fortuna, el tiovivo empieza a girar y la lucha con nuestros propios demonios nos encareta el mismo rostro que solíamos ver de niños, el mismo que nos pone en tela de juicio ante los ojos de las nuevas generaciones. Así es como una generación se empalma con otra. Sólo basta que transcurra el tiempo.
En este año, asimismo, llegué a los cincuenta, una edad que me había espantado. No tanto por el número de años -la mitad de un siglo- sino por la premonición de una mujer joven, con aretes en la nariz y en la boca, pitonisa ambulante apostada en una de esas calles de mercados y trueque. Habíamos salido de un café y deambulábamos por allí en Playa del Carmen, comentando y riéndonos como se ríe cuando joven: con gusto un atronador y sin miedos. Por veinte pesos nos enfrentamos a nuestro destino y yo extendí la mano. En ese ambiente festivo y despreocupado nada de lo que me dijo aquella mujer sería de tomar en cuenta, y de lo que me anunció nada me acuerdo, excepto aquel detalle de la mano en cuya palma curvilínea mencionó haber leído el término de mi vida. Morirás a los cincuenta, me dijo. Y héme aquí: recordando a la mujer pinchada, desafiando una funesta premonición que no cesará hasta cumplir los 51.
Al término de este año las pequeñas batallas que emprendió Agripina en el intento por preservar un poder basado en las posesiones ha terminado. Ella ya no posee nada; sólo la casa donde vive... que tampoco es de ella.
Mi madre ha renunciado también a la idea de mantenerme a su servicio, de la misma manera que Nony estuvo con su madre (mi abuela). El patrón se ha roto tras una crisis de despresión en la que anuncié a los cuatro vientos que prefería morir, que me mataría y que mi madre y sólo ella sería la culpable de tal desgracia. Me convulsioné y estuve un día bajo sedantes. Y eso fue suficiente para que Agripina se diera cuenta de lo que sería vivir con la muerte de otro hijo a cuestas.
Al otro día mi madre empezó a hacer los preparativos para liberarme.
Mi recuperación no ha sido total, pero estoy más tranquila, pensando en que hemos vencido a los demonios. Trato con mucho ahínco de coger un puñado de varas secas, barrer el piso sucio de las sobras de otros días manteniendo en mente un íntimo mensaje: "borrón y cuenta nueva". Habrá que hacer lo de las serpientes: mudar la piel y seguir viviendo.
Me da optimismo pensar en esta liberación tan inesperada. De pronto me siento como aquel preso que ha estado por mucho tiempo encerrado y que cuando le abren la puerta y lo dejan libre no sabe a dónde irá. Entonces vacila y se ve tentado a regresar a su pocilga de siempre.
Otra vez me veo acudiendo al consejero más sabio: el tiempo. Recuerdo a mi abuela Anita, quien confiaba en los minutos y las horas y pasaba el tiempo rezando con los dedos puestos en un rosario.
Agripina, como su madre, se pasa las mañanas rezando con un librito abierto en las manos, bajo el tragaluz del comedor. Nuestro trato es amable y muchas veces amoroso. Cuando la artritis se lo permite Agripina prepara tortillitas con huevo, uno de mis desayunos favoritos. Y yo, quien a viento y marea he luchado por no parecerme a la tía Nony, abro la puerta de los estantes donde guardamos la loza y tomo una de las tazas doradas para hacer el mismo café espumoso con que la tía acompañaba sus desayunos.
In Memoriam :: Maestros Yuri de Gortari and Edmundo Escamilla, Ever in Our
Hearts
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Originally published in 2011, it's time to remind ourselves of the lifelong
work done by these two men: Yuri de Gortari and Edumundo Escamilla. Their
contr...
Hace 1 año
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