No suelo comentar en esta crónicas sobre mis diversos y muy altibajos estados de ánimo. Sólo diré aquí que hoy, a las 3.30 de la tarde supe que otro ciclo se había cerrado. Que otro trabajo más había concluído y que regresaba, de una manera natural y tranquila, a andar por las calles cargando mi mochila en la espalda, con mis viejos y ya gastados tenis y mis gafas de ver de lejos. Con gusto me di cuenta que esa que fui yo en un tiempo, aventurera, simple y pobretona estaba latiendo con fuerza y que me hallaba en un sitio muy próximo a ser esa, la que soy.
Después de mi paseo por las calles de la ciudad regresé a la casa y dentro de mi habitación me encontré un un par de chocolates sobre el buró. Las dos bolas de cacao, salpicadas con pizcas de cacahuate, estaban asentadas en una cubierta rizada de papel y los hacía ver como dos pequeños botones, tiernos y dulces, en espera de que algo bueno sucediese. Mi sobrina Roxana los había puesto allí. Lo sé porque hace apenas una horas me mostró el paquete entero de chocolates mencionando que ese había sido el regalo que había recibido en el intercambio con sus compañeros de clase en la universidad en el Día del amor y la amistad. "Si no te los comes tú, de seguro que tu abuelita se los comerá", le dije cuando le vi una expresión de desánimo en el rostro.
Y si bien al escribir estas letras todavía guardo el discreto gozo que me han producido estos chocolates al sólo mirarlos e imaginar el gesto con que mi sobrina Roxana lo ha puesto allí: sola y en silencio, pensando en no sé cuántas cosas, pero aterrizando en una planicie benévola y generosa.
El que una sobrina le regale un par de chocolates a una tía es sin duda un evento agradable y, en muchos de sus casos, algo que no tiene nada de extraordinario. Pero en este caso se trata de una sobrina que durante más de un año entretejió una red de hostilidades contra la tía que desembocaron en un ataque físico llevándonos a las dos a sentarnos frente a un juzgado para responder una demanda.
Por fortuna ningún proceso legal trascendió ni tuvo consecuencias. Después de ese maltrato -en que particparon las dos sobrinas- anduve arrastrando el ánimo y dificilmente pude completar jornadas de trabajo. Practicamente empecé a morir.
Por eso ahora, después de que la vida nos ha vuelto a unir y nos hemos conocido con más detenimiento, los dos capullos dulces en el buró me podrían hacer llorar.
Hija mía, hay tanta vida dulce y bonachona que puede iniciar a partir de un par de Ferrero Rocher.
In Memoriam :: Maestros Yuri de Gortari and Edmundo Escamilla, Ever in Our
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Hace 1 año
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