sábado, 8 de enero de 2011

Mientras escribo

En la casa de Anita.

Los indicios de un huésped tan detestable, como un ratón, se ven en la esponja carcomida con la que se lavan los platos en la cocina; también ese olor agudo y hostil de los orines que lastima la nariz hasta la náusea, ni se diga de los estrépitos de trastos que, mal colocados en la rejilla de la secadora, han terminado por caerse debido a las diminutas y veloces carreras de estas alimañas.
Sé que en otros tiempos Agripina hubiera emprendido una campaña de exterminio comenzando desde un arsenal de escobas y trampas hasta una búsqueda minuciosa tras los muebles, los estantes y las esquinas. En mi memoria está fresca la escena en que ella, armada con la escoba en mano, teniendo al ratón en la mira, próxima a dar el golpe, de cara a cara con el enemigo, gritó “¡ay mamacita! ahuyentando al ya asustado roedor hacia el pasillo, creando con ese grito una persecución tal de chirrido de muebles y aspavientos que toda la casa se convirtió en una caja de resonancia de ayes y mamacitas dándonos a nosotros, los hijos, los motivos para reírnos y pasarla bien ese día.
Pero ahora Agripina se ha sentado en el sillón reclinable -que una vez perteneció a su madre-, en otra casa, en otro tiempo, tras un montón días, de consultas al médico y recetas que bien podrían abastecer el gran botiquín en la Cruz Roja. Se encuentra ahora con el mentón clavado en el pecho, inmóvil. “Ey, ánimo”, le digo en una nota de voz con la que intento traspasar su sordera. Levanta la cabeza y dice con una voz quebrada: “no pude dormir bien anoche”. La cabeza se le cae de nuevo al pecho. Sabe que hay una rata en la casa, pero eso ya no le importa. Piensa que en día de la Candelaria se acerca, que pronto comenzará la misa en el canal 17 y se espabila para buscar el control de la televisión.
De que la rata ande por allí regando con el amoniaco de sus orines toda la casa es una cosa inevitable, tan normal como los ruidos de la calle. Tampoco parece importarle la polilla que –de nuevo- ha invadido una de las paredes del pasillo y la sala. Agripina ha aceptado convivir con estos diminutos y reiterados huéspedes porque ya se encuentra en un estrato distante –digamos como un supuesto-. Está más recluída en un cuerpo que a cada momento la traiciona y, además, son muchas cosas en las que ha tenido que pensar en los últimos tiempos, y cuando se satura de tanto cavilar se da por vencida y dice: “voy a dejar que ruede la bola”, en una vocecilla arrojada como a la fuerza por el cansancio.
En lo que respecta a mí, no he tenido otra cosa que hacer –de un tiempo a estas fechas-más que cuidar que Agripina se ponga a flote en este mar de tragedias y desamores que ha sido su vida y que ya, en este tiempo de su vejez, pase sus días lo más dignamente posible, pues qué otra cosa puede aspirar un adulto a quien de pronto se le tenga que poner la cuchara en los labios o intercambiar los zapatos al pie correcto porque se los ha puesto al revés? Dignidad, sólo eso.
Después de que las fiestas navideñas han pasado me he dispuesto a escribir y no encuentro nada más vívido ni más cercano que el tema de la familia. Y aunque a veces hago un esfuerzo por pensar en cómo construir frases, de manera constante encuentro puntos de arribo, puertos donde la nave narrativa puede llegar o zarpar. Pero de pronto –y muchas veces- me detengo interrumpida por Agripina o por la estridencia de la televisión. Los ruidos traspasan la puerta de la alcoba y el tráfico de la calle entra por la ventana. Así que he tenido que desarrollar la técnica de la hilación interrumpida, algo semejante a un viaje de varias paradas. Esto por decir que mientras escribo estoy escuchando la homilía del Papa Benedicto XVI y el comentario azorado de Agripina diciendo: “qué bien está!”, refiriéndose a la figura erguida de un pontífice que debe estar rayando los ochenta años. Y varios minutos después un tintineo en la memoria me anuncia que hay que ir a sacar la ropa de la lavadora y ponerla al sol. Regreso al escritorio. Hay que barrer la banqueta y amontonar las hojas secas que los ficus han soltado por lamañana. Regreso al escritorio. Pónle agua a los frijoles, me pide Agripina. Escribo. La bolsa de la basura se desfondó con el peso de todos los desperdicios arrojados por Agripina cuando, hace apenas un rato -mientras yo andaba fuera- con un esfuerzo de renovada energía, limpió algunos estantes del refrigerador.
Noté que la bolsa pesaba más que lo normal, pero mientras me percataba, el brazo ya levantaba la bolsa fuera del contenedor y navegaba por el aire arrojando un caldo con pedazos de carne, la sustancia lechosa y oscura de un guacamole de siete días, entre trozos de tomate, cáscaras y vegetales cocidos. El piso de la cocina quedó cubierto por este caldo asqueroso que me tocó limpiar. Todo mientras escribo hoy.

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