domingo, 29 de junio de 2008

La habitación de la tía







III


Con el paso de los años y después de varios sucesos, la habitación lujosa del tío fue llenándose de los humores de la tía: sus gustos por los tamales de con Leonel, las discusiones televisadas en la Cámara de Diputados, la malicia de Paty Chapoy. Había momentos más plácidos en que se entregaba por completo a los rezos en latín y entonces las vírgenes en las paredes y los rosarios entraban en configuración.
Por esa habitación también pasaron las colecciones de Reader´s Digest, los cachitos de la Lotería Nacional (doblados con esperanza y puestos en una esquina del cajón del buró).

Lo que concierne a mí, fueron muchos los años que pasé fuera del entorno familiar. Me tocó vivir la tragedia del 85, cuando la ciudad de México fue sacudida por un temblor que destruyó los edificios vecinos a la vieja casona donde vivía en la colonia Roma.

Unos años después llegué al Caribe y me encantó la vida relajada y sensual del mar (digo sensual porque se está constantemente sintiendo el sol, la brisa, el sudor y todas las situaciones orgánicas de los cuerpos). El mar y sus encantos... su gente bella y joven.
Compré dos terrenos en Puerto Morelos, pero finalmente hice mi casa en Playa del Carmen, en la misma zona: cerca del mar.

El trabajo en el Caribe fue abrumador. Llegar a asentarse en una selva espesa con arbusto espinosos no fue nada fácil. Hice un claro con le machete y después perforé un hoyo en el suelo para sacar agua. Durante años, en mi casita a la Robinson Crusoe estuve alumbrando mis noches con velas.

Hubo días en que enfrenté tormentas tropicales y huracanes. El más fuerte, Wilma, me enfrentó nuevamente a la tragedia y tuve que luchar contra la adversidad para sobrevivir. Ya para entonces las cubetas eran mis compañeras de trabajo. Había que sacar el agua de la casa sin descanso.
Caminé también por las calles con el agua hasta las rodillas. Todos y cada uno de quienes no evacuamos carecimos de agua y alimentos. Hubo que tapar y destapar ventanas, mover tanques de gas para evitar explosiones, sacar los últimos paquetes de galletas saladas guardadas en una alacena arrasada por la humedad. Sobrevivir.

Cuando regresé a esta casa a visitar a Agripina, toqué la puerta y me abrió la tía. De la mujer jovial (por ser siempre hija) que recordaba, la tía pasó a ser una anciana encorvada, de hombros enjuntos que caminaba arrastrando los pies. De tal manera que fui presa de un sentimiento que me dejó helada.

Pasó un tiempo y de nuevo salí de viaje. Estuve en Playa del Carmen supervisando los asuntos de la casa, viendo a los amigos, y cuando regresé la tía se veía peor. Un día abandonó la mesa de juego de mal humor, quejándose de sus dolores caminó vacilante a su habitación, se acostó y ya no volvió a levantarse.

La visita que tenía como un evento en mi programa se convirtió en una estadía que aún no termina. Me quedé a asistir a Agripina, quien en esos momentos, con dolencias de huesos y moviéndose con dificultad, ayudaba a la tía, y no ha pasado un día sin que no sienta los deseos de irme de nuevo.

En breve la tía murió. No pasaron muchos meses para que dos agentes funerarios pusieran el cuerpo –hecho un hilo- de la tía sobre una camilla mortuoria que metieron en una covacha de una carroza.

Su agonía nos dejó exhaustos. Todavía después de las pompas fúnebres, los lamentos de la tía estaban recientes en nuestra memoria.

Durante el tiempo que duró su agonía, escuchamos sus gritos de dolor, unos gritos que alcanzaban todas las esquinas de la casa. Sabíamos que teníamos que apresurarnos con la medicina, la inyección o el vaporizador.

La tía sufrió mucho. El padecimiento la hizo llorar y mucha veces pidió -por piedad- que los dolores la dejaran tranquila, que le diéramos otra medicina de más provecho, que buscáramos otra opinión, que compráramos las nuevas pastillas que anunciaban en la tele, que le llamáramos al doctor del Culiacán, que era el más acertado.

Y dado que su dolor era continuo y desesperante, llamaba a su hermana a gritos: “¡Martha!”. Allí va Agripina otra vez portando el vaso con agua, el jugo de naranja, la inyección de las once de la mañana, una inyección cada vez fuerte, y más fuerte hasta que terminó en morfina, la droga de los condenados a muerte.

Cada uno de nosotros –un montón de sobrinos- solíamos llorar al verla y decíamos con voz opaca: “Tía” con el objeto de rescatarla, o de solamente expresar un sentir que no podíamos callar, un dolor que entraba por nuestras narices y ojos como el fogonazo de un aerosol sobre la cara.

En sus últimos días, la tía entró en un trance en la que solía repetir una y otra vez: “tía, tía”. Creí por un momento que nos remedaba, que se burlaba de todo este séquito de sobrinos que veníamos, como moscas, a rondar sobre sus llagas.

Aunque los médicos nunca fueron muy explícitos, todos sabíamos que la tía estaba muriendo: los ojos semicerrados, su pecho, un esternón delgado que subía y bajaba denotando una respirtación difícil, su expresión lejana… La tía para ese entonces caminaba ya por un sendero de nardos y de incienso, por donde todos habremos de caminar.

Después de su muerte fue difícil conciliar el sueño. Yo le preguntaba a Agripina, todavía incrédula, sobre el destino de la tía, mencionando que todo me había parecido un sueño. Había noches en que pensaba que de pronto su voz sonaría en la estancia llamando a Agripina, repitiendo hasta el cansancio: Tía.

Cuando la carroza y su séquito de dolientes se enfilaron rumbo al panteón, yo me sentí muy aliviada, como si hubiera terminado una misión agotadora. Entonces mi cuerpo entró en un trance muy relajante y sentí una paz indescriptible. Pasé por el Wall Mart y me compré una botella de tinto. Ya la tia estaba en buenas manos, pensé, en las Dios, y yo tendría ahora que irme, continuar con la vida y sus trifulcas, mis planes inconclusos, mis proyectos fugaces, los amores, esos que comenzaban como antorcha y acababan en la cabeza de un fósforo.

De regreso a la Ciudad de México la ciudad me ofrecía una constante vibración profesional, me vi rodeada de bibliotecas inmensas en edificios coloniales, un Zócalo incansable me llamaba, allí fuera, de día y de noche, con miles de temas que abordar desde el periodismo. Sin embargo, regresé de nuevo a esta casa. Eso pasó cuando mi hermana Rosa Ana y Agripina me llamaron. Las cosas en familia estaban requebrajándose. La hermana Carmen, quien me había demostrado su repudio muchas veces en la ultima visita, ahora se volcaba contra la hermana, y faltaria muy poco para que se enfentara contra la madre.

Así que cuando regresé, sin saber, ya venía con una encomienda que ahora, con el desenlace de los hechos, he alcanzado a comprender.

Ese fue el comienzo de una vida en la casa de los abuelos, la casa que solía visitar cuando niña, donde nunca, ni en la más loca de las alucinaciones, me hubiera imaginado estar viviendo.

En momentos, limpiando esa habitación medito sobre el asunto, recuerdo las plegarias en latín de la tía, la vista de las vírgenes y rosarios.

En el instante en que el pensamiento se hace más denso, se esparce a las sienes y al pecho. Entonces Agripina entra a la habitación en silencio y me llama junto al oído: “Mija” haciéndome saltar de susto. Porque la vida en familia -para mí- ha sido un constante susto y una continua pena.

En los días que siguieron Agripina estuvo cerrando la puerta antes de sentarse frente a la televisión. A ella también, creo, a pesar de su fortaleza ante los temas de la muerte, le costó trabajo desprenderse del espíritu de la tía.

La puerta que cerraba el tío en otros años, ahora la cerrábamos nosotras por otras causas.
Al pasar los días la habitación que antes era de reyes, pasó a ser una cueva de cachivaches. Se llenó de máquinas registradoras, cajones con papeles amarillentos, aparatos de belleza inservibles. Todavía hay una Olivetti vieja asentada sobre un archivero de hace cincuenta años. En las esquinas recalaron los muebles antiguos, aparatos de música, ropa invernal de antaño que no tuvieron lugar en otra parte de la casa y que Agripina se empeñó en conservar.

En un intento por limpiar ese cuarto tiré varias cosas, entre ellas, una veladora gruesa de cera amarillenta y cinta dorada que –después supe- era un Cirio Pascual, una vela sagrada que Agripina intentaba guardar para rezar en los últimos días de vida, me comentó.

Es difícil describir la furia que le produjo la desaparición de esta vela. Sus ojos relampagueaban y hubo una serie de imprecaciones y se produjo un pleito atroz. Firmemente creo que me hubiera mandado a la guillotina si hubiera podido. Solamente Rosa Ana –por razones que desconozco- pudo efectuar esa tarea: sacó un escritorio de maderas antiguas, varias cajas con papeles, documentos añejos, bocinas de otros años, vírgenes de óleo, una colección de fotos familiares, ropa usada y cajas y más cajas. De tal manera que la habitación se mantuvo abierta y airada, hasta que Rosa Ana y sus dos hijos hombres se mudaron a ella en su tránsito a los Estados Unidos.

1 comentario:

Coro dijo...

Quiero más...