
II
Las veces que comimos con el tío Manuel no fueron muchas, se cuentan en esas mesas formales en las que se festejaba un aniversario o evento familiar.
Rezábamos un poco alentados por la costumbre de la abuelita y otro tanto por la presencia del tío a quien solía ver, aun en sus horas de descanso en casa, sometido a un hábito clerical.
Después de comer el tío se levantaba y, sin hacer sobremesa, caminaba a su habitación y cerraba la puerta, una puerta que resultaba infranqueable.
La puerta cerrada, el distanciamiento del tío y la protección que la abuelita ejerció en torno a su figura provocaba una intriga mayor. Caminábamos sigilosamente viendo la puerta de reojo. Tan pronto la abuelita adivinaba las intenciones decía: “No abras allí, no molestes, está durmiendo tu tío".
Una vez, cuando el tío había salido, la abuelita me encargó llevar un par de sábanas a la habitación y me tomé el tiempo suficiente para observarlo todo, sin atreverme a tocar nada. No pude resistir el abrir la otra puerta que también me parecía misteriosa y noté que daba a un baño privado de mármoles y luces despampanantes, iguales a las que tienen los camerinos de las actrices.
Los hilos dorados del púlpito y las purpúreas borlas clericales se desplazaban a esta recámara, donde la madera oscura y labrada, las colchas y los percheros acentuaban una seriedad de copas y crucifijos.
En fin, no eran cosas nuevas que causaran sorpresa, excepto a la niña de ese entonces –que era yo- a la que cada la revelación en la vida solía dejarla sin aliento.
En nuestra familia todos compartíamos los baños y las habitaciones. Cuando íbamos a otras casas y las camas no alcanzaban para todos, nos tendíamos en el suelo. De esa manera convivimos con unos veinte primos y otros tantos tíos.
Con quien siempre hubo una distancia de leguas insalvables fue con el tío Manuel, quien hasta estos días se ha mostrado parco y frío.
El tío padre, a quien se le veía en el púlpito, sonriendo ante las cámaras, amigable con la gente que lo veneraba en la iglesia, fue incapaz de establecer un vínculo afectivo con la gente de su sangre... No recuerdo haber recibido un consejo ni reprimenda, ni gesto cariñoso ni broma de su parte. La puerta herméticamente cerrada es lo único que recuerdo de él, en una infancia, que de no ser por este diario, estaría enteramente perdida en la memoria, como aquellos eventos dolorosos y vergonzozos que la mente tiende a evaporar.
Murió la abuelita, el tío se mudó (no sé cuál evento sucedió primero) a una casa que construyó en esta misma acera. El caso es que la tía Nony cambió sus pertenencias a esta recámara. Pasó el tiempo, la tía envejeció y se enfermó. Finalmente yaciendo en su cama la vida se le escapó en una última exhalación poniéndole fin a su sufrimiento.
Continuará...
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