La tía murió en enero del 2006, después de una larga y terrible agonía.
Han pasado dos años desde entonces, y he pensado en ella muchas veces, más de lo que solía pensar cuando vivía.
Han pasado dos años desde entonces, y he pensado en ella muchas veces, más de lo que solía pensar cuando vivía.
Nunca había estado tan cerca de la tía como cuando decidí pasar las vacaciones en esta casa ayudando a Agripina a asistirla. En esos días pude conocerla de una manera más profunda y me sorprendí en ocasiones albergando sentimientos encontrados. Por un lado sus talentos me hicieron estimarla; por el otro, sus manías me parecían intolerables.
La tía rezaba en latín con una facilidad que espantaba. Recordaba fechas de cumpleaños y onomásticos de los allegados y conocidos. Era prudente en sus comentarios, cautelosa en sus gastos y meticulosa en escoger las comidas y las maniobras de higiene.
La lista de compras era una de mis actividades. Al comprar tamales debía asegurarme que fueran aquellos de Leonel, una tienda tradicional antigua, localizada en una esquina de la ciudad.
El desodorante que usaba debía ser Aquamarine, no otro. El tinte era también de un tono y marca definidos. Las panelas tenían que ser de Rochín, una tienda de comida para llevar.
Recuerdo el día que la llevamos de urgencia al hospital Agraz porque se sentía muy grave. Ella yacía, pequeña y acabada, en una cama de cuidados médicos. Me pidió con voz doliente que le llevara unos calzones limpios y con gusto lo hice. Cuando se los entregué me dijo: “éstos no, los de rayitas, búscame los de rayitas”.
Ella odiaba comer mariscos. Cada vez que servíamos pescado nos íbamos a la mesa de la sala, pues temíamos que la nariz de la tía fuera capaz de delatar al intruso.
Esa misma nariz se arrugaba con repugnancia ante el rocío del desodorante ambiental con que Agripina solía impregnar los sanitarios.
El desmedido afecto de la tía por los gatos también me llamó la atención. Tener uno es lo más común. Hay gente que tiene dos. Pero una población de 20 puede causar una sensación extraña y desagradable. Afortunadamente su rechazo al pescado evitó que el número aumentara a 50.
Al preparar la comida de los felinos ellas solía revolver la carne molida (de latas) con las croquetas de Wiskas. También los alimentaba con los restos del pollo que se servía en domingos.
Cuando a la tía le fue imposible levantarse de la cama, debido a su enfermedad, preparar la comida de los gatos para nosotros se volvió una faena importante. Aun en los días de lluvia había que cruzar el patio hasta el tejabán en una carrera contra ráfagas de viento y frío cruzado.
Confienso que ese día de chubasco me rebelé y le dije: "no, tía, no voy a salir".
Ella abrió los ojos desmesuradamente y regresó la mirada al techo sobando las sábanas de su cama en silencio.
Recuerdo a la tía rondando por esta casa, caminando por las noches, antes de acostarse, cerciorándose que los pilotos de la estufa estuvieran encendidos; las cortinas corridas, las puertas con llave.
Por eso he pensado mucho en ella… siendo la tía tan previsora como era, y teniendo inmuebles a su nombre, debió haber hecho un testamento. No lo hizo. Esta omisión de la tía en sus deberes formales -contradictoria con su manera de ser- me ha hecho pensar muchas veces que ella quiso, de manera inconciente, que sus herederos entablaran luchas en el proceso de apoderarse de sus bienes.
1 comentario:
¡Menuda tía! Ya descansa en paz... y ustedes también.
Bueno, menos por los líos de la herencia...
Besos
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