Las finas y oscuras líneas que hacen curvas en ascenso sobre la pared delatan el peregrinaje de las termitas. Este mes que pasó saqué un presupuesto para que el insecticida acabe con ellas. Sin embargo me he detenido a meditar sobre el asunto. El insertar veneno en esos hoyos solamente las aleja, ya que viven en una red de cavidades bajo en piso. Me imagino a esa inmensa y minúscula comunidad erigiendo túneles para desplazarse de un lugar a otro alimentándose y repoduciéndose hasta llegar a contar cientos, miles de ellas, bocas pequenísimas comiéndose cornisas, cimientos, paredes hasta hacer colapsar la más admirable de las construcciones.
Mi mente se desvía de la pared y dejo el asunto de las termitas colgado en una esquina... pendiendo.
La devoción con que mi madré cuidó a su hermana en el trance a la muerte me pareció admirable. En ese entonces, el 2006, ella ya usaba bastón. En el trayecto de la cocina a la habitación tenía que equilibrar el plato del desayuno, o el vaso con agua arrastrando los pies y apoyándose con la otra mano sobre el palo lijado.
Decidí quedarme porque vi que mi madre necesitaba ayuda y yo también. Había pasado por tres años de intensa soledad y pobreza. El huracán Wilma había dañado mi casa, una casa pequeña y austera, pero -sin embargo- con los pocos ingresos que obtenía, me costaba un trabajo colosal tenerla en buen estado.
Los años de estar lejos y en zonas casi salvajes me habían desgastado en todos los sentidos.
Playa del Carmen y todas las ciudades costeras estaban en ruinas y yo, ya siendo una mujer cuarentona, tenía limitadas las posibilidades de conseguir trabajo.
Llegué aquí en una situación casi menesterosa. No solamente había pasado temporadas sin alimentarme bien. También venía en búsqueda del afecto que tanto me faltaba y empezaba añorar en los tres últimos años en que había vivido sola. Venía buscando a la familia, finalmente. Y me daba gusto poder ayudar a la madre.
Recuerdo haberme bajado del carro que me trajo de la estación y haber abrazado a mi hermana Carmen.
También recuerdo que Agripina invitaba a su hermana Ana, a su cuñada Hilda y a la tía Lupita a jugar baraja en las tardes. La casa se alegraba con las risas de las señoras que contaban chistes y tomaban tequila rompiendo dietas mientras la partida de ases les llevaba de una ronda a otra.
Ya nada de eso existe. La tía Lupita murió. La tía Ana decidió desconectarse tajantamente después de un pleito legal encarnizado contra mi madre y mis dos hermanas, y a la tía Hilda simplemente no le interesa buscar a mi madre.
Esto ha sido peor que los eventos apocalípticos de huracanes y temblores. Las guerras morales han dejado el terreno afectivo convertido en páramos tristes, desolados. Porque es cierto que en mí tampoco existe ese cariño con el que me bajé del taxi y me llevó a abrazar a mi hermana, y a desear cuidar a mi madre en las miserias de la vejez.
He llegado hasta aquí, al 12 de octubre del 2009, a las 10.03 de la mañana a la conclusión de que en materia del corazón los desastres suelen ser más devastadores que aquellas erupciones volcánicas, tornados o temblores que han acabado con pueblos enteros. Es un daño que llega a la raíz, a una parte minúscula pero escencial, a la célula madre de donde se origina todo y, poco a poco -pero de manera constante y tenaz- va comiéndose las paredes, las cornisas y los cimientos hasta hacer colapsar el más colosal sentimiento de todos los tiempos: el amor.
In Memoriam :: Maestros Yuri de Gortari and Edmundo Escamilla, Ever in Our
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