lunes, 21 de marzo de 2011

En casa de Anita

La tía Nony murió un invierno del 2007 y este suceso liberó a Carmen y Rosa Ana de una pensión que ya les resultaba difícil pagar, ya que el negocio había estado arrojando número rojos y la manutención de la tía enferma se había convertido un agobio financiero. Así que la muerte de la tía les prometía -a simple vista- una culminación liberadora. Nunca se imaginaron que a partir de ese deceso comenzaría un trayecto de penurias y de guerras entre tíos, sobrinos y hermanos. Los endebles lazos afectivos entre familia empezaron a romperse, uno a uno. Ya nada fue igual. Las tardes de juegos de cartas en una casa animada con la risa de las tías se acabaron. Primos y allegados a la familia dejaron de venir. Se fueron las tías, se fue Beto, los primos y poco a poco Agripina y yo nos quedamos solas en esta casa.
La hermana Carmen, aconsejada por la abogada Gabriela Zavala solicitó a un juez todas las propiedades registradas en el catastro de la ciudad bajo el nombre de la tía Magdalena López, incluyendo la casa donde la tía vivía, acompañada por su hermana Agripina.
Los hermanos de la intestada, Manuel y Ana Luisa, reclamaron ante la ley ser los primeros en derecho y estuvieron a un punto de ser favorecidos por el juez, de no ser por la intervención de Agripina, la hermana que vivió con Magdalena y que estuvo presente en los tratos entre tía y sobrinas.
Cuando Agripina se dio cuenta de la magnitud del problema se refugió en los rezos. Ana Luisa, su hermana, con quien de joven intercambiara vestidos, había pronunciado el deseo de quedarse con la casa. -Y a dónde se irá Agripina? Pregunté.
Para la tía Ana todo estaba resuelto. Agripina regresaría a la casa donde vivía con el marido, donde sus hijos crecieron, una barriada en la periferia de la ciudad a donde ella, en lo personal, nunca iba . Visitar a la hermana implicaba ir lejos, además esas calles lodozas y anegadas en tiempo de lluvias, sencillamente intransitables... Por fortuna el pavimento llegó y la casa, amplia y cómoda, no tenía ningún inconveniente, salvo un suceso denso y oscuro. Jesús Arnulfo, a quien llamamos Fillo, hijo de Agripina decidió suicidarse, a los cuarenta años, después de casi veinte años de padecimientos mentales, un día de verano y lo hizo en la casa, en el cuartito de planchado, entre la habitación y el baño. Fue Agripina quien de regreso en la casa lo vio colgado. Aterrada le llamó a Carmen y entre las dos -hija y madre- lo bajaron y vivieron el calvario del hijo y el hermano muerto.
Regresaría Agripina a esta casa donde sin duda alguna recobraría la imagen del hijo colgado cada vez que quisiera entrar al baño? Por qué sus hermanos ahora la destinaban a tal castigo?
Agripina no se respondió. Sólo se dedicó a rezar, y yo le ayudé a hacerlo. Le aconsejé perdonar, buscar el espíritu amoroso de la abuelita Ana en los mangos que todavía prodiga el árbol junto a la barda del patio, a hallar en el recuento de un pasado feliz -ella a los 15 años, ella coronada por su belleza en la Feria de la Primavera, ella joven y sana- un salvavidas para este presente de días lluviosos, oscuros, oceános sin costas, soledades y abismos.
Los hermanos Manuel y Ana Luisa habían decidido ya y se mostraban renuentes a negociar. Sin embargo, este arreglo entre hermanos -aparentemente desconsiderado- dotó de más armas a Carmen, quien necesitaba abonar la lista de pecados contra sus enemigos. La inquisición se estaba fraguando para prender lumbre bajo los tersos  y perfumados pies de los tíos.    
Durante los dos años que duró este juicio Agripina y yo fuimos objeto de maltrato. Carmen no cejaba en asuzar a Agripina contra los hermanos y, pese a la reticencia de Agripina, continuaba en su empeño por sacar a la madre y llevarla ante el juez para ganar el juicio.
Mi hermana Rosa Ana y yo compramos un ramo de flores para el cumpleaños de Carmen, en abril. Fuimos a su casa y cuando vimos que no había nadie para recibirlo lo dejamos en la puerta.
Al día siguiente Carmen entró a la casa donde habita Agripina. Se acercó vociferando, poseída por el demonio, sosteniendo el ramo en una de sus manos. Sabía que encontraría a Agripina en el comedor y furiosa le gritó que ella y sus hermanos la querían despojar. No quiero flores, dijo colérica, atacando a su madre. En la habitación, donde generalmente me encierro a leer, escuché los gritos de horror de Agripina, seguramente ocasionados por los pétalos y los espinosos tallos chocando contra su rostro.
Cuando llegué apenas pude sacar a empujones a la hermana iracunda y momentos después tuve que ir por la escoba y barrer un piso rojo plagado de flores mutiladas.

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