El año concluye con un día brumoso y gris y me pregunto si el año pasado el mundo nos daba de lleno con la misma cara tiznada. No hay nostalgia, sin embargo, en los escaparates del centro de la ciudad, ni en las embestidas de los vehículos tras una luz en verde. Caminar sin rumbo es una buena manera de evitar la asfixia que se desploma de estos muros y cae sobre los hombros reventando en fatiga. Podríamos decir que nada es nuevo, pero al mismo tiempo y en contraparte, todo lo es, como el que el PRI y su dedo autoritario, ha perdido después de muchos años, la gubernatura de Sinaloa y ha sido el pueblo el que ha elegido a un Mario López; que Agripina, mi madre, hace esfuerzos renovados por seguir adelante en esa vida de mortificación y lamentaciones que ha sido la suya hasta un día después de casarse.
El calendario del 2010 estuvo sostenido por un broche imantado sobre uno de los costados del refrigerador. Lo imprimí usando unas fotografías viejas. Usé aquellas fotos que encontré desperdigadas en los cajones cuando la casa -tras la muerte de la tía Nony- fue sometida a una purga de objetos enviando a muchos de éstos al exterminio de la basura.
Un tanto tiempo después mi hermana Rosa Ana trajo sus muebles y se instaló haciendo que la casa luciera como un bodegón. Hubiera sido prácticamente imposible habitarla si no hubiéramos regalado parte de aquel queridísimo mobiliario perteneciente a los abuelos: las mecedoras de madera en las que la abuela Ana había arrullado a sus bebés, el refrigerador cuyo ruido mantenía a la tía Nony despierta, cuadros del canónigo Manuel ataviado con cofia y hábito; y veladoras pertenecientes a los altares de las vírgenes perpetuas.
En medio de esta vorágine de limpieza despiadada rescaté un puñado de fotografías de antaño y las imprimí adjudicando a cada una cada mes del año: los abuelos sentados a la mesa y Agripina detrás de ellos, de pie, juntando con sus dos manos la cabeza de sus padres en un gesto de niña traviesa; los primos reunidos en torno a un pastel de cumpleaños; la abuela Ana en la playa –quizás Agriabampo- sentada sobre un trono oscuro de piedras marinas.
Todas las fotos gritan la existencia de otros tiempos, pero la que alardea más es aquella en la que Agripina está metida en un vestido escotado y tiene sus hombros apenas cubiertos por una capa semejante a los que usaba la realeza imperial de la corte de Maximiliano de Austria. El evento marca la coronación escolar de la reina de un verano, o quizás de un invierno. Cuando pongo esa imagen frente a sus ojos, ella, a sus 80 años, se despabila y comenta con desgano, como si tuviera que contar la misma historia de una película vista muchas veces, - Ah, sí, cuando nos coronaron- dejándome entender que ha olvidado los pormenores.
Pese a que la foto ha sido maltratada por el tiempo, agrietados sus bordes y amarillento el color, se puede apreciar la belleza natural de Agripina y, sobre todo, su felicidad.
Hay otra escena en la que la muchacha Agripina está trapeando el pasillo de su casa. El suelo es de un cemento liso, abrillantado con un mechón pesado, mojado con petróleo. Del radio –que ella se ha empeñado en mantener cerca- salen las melodías de moda y ella baila mientras va y viene sosteniendo el cuerpo del trapeador en sus brazos, y en uno de esos giros canta alguna estrofa invocando deseos floreados y gorriones azules.
De esa muchacha ya no queda más que el recuerdo, un recuerdo avivado en charlas de sobremesa que hoy me he dispuesto a contar en este ensayo de arqueología familiar.
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